Muy de a poco se hace patente cómo durante décadas la cultura y el arte han estado raptados por una ideología, y cooptados los medios de comunicación, la educación pública, la política, el periodismo, los sindicatos, y hasta Wikipedia. Todo está tomado por el mismo credo: Argentina es progresista. O, por lo menos, el establishment sociopolítico lo es.
En cuanto a la cultura y el arte, impactará contra un muro de piedra aquel artista independiente que pretenda abordar temáticas o modos disidentes del breviario impuesto por la izquierda capitalista, ese matrimonio por poder y conveniencia que dio a luz no hace mucho a una criatura grotesca con problemas de conducta a la que bautizaron wokismo.
Algunos le achacan al padre del marxismo cultural, Antonio Gramsci, ser el artífice de esta colonización ontológica que alcanzó distintas regiones del planeta: la semilla sigilosamente sembrada fecundó el útero fértil de las generaciones jóvenes en la segunda mitad del siglo XX, y propició en el XXI una victoria de esa estrategia gramsciana conocida como “guerra de posicionamiento”, que a diferencia de la “guerra de movimiento” –en que se movilizan tropas y hay enfrentamiento bélico–, conquista su objetivo a través de una especie de ofensiva cultural, de una guerrilla de trincheras pedagógica; un ardid que hizo ver como natural y espontáneo el advenimiento de un dogma que fue en verdad implantado subrepticia, coactiva y totalitariamente.
Suena a conspiración, pero quizá no lo sea tanto: en nuestro país, el estudiante promedio egresa de la facultad sin siquiera concebir que exista una dimensión paralela al metaverso protocomunista que le han insertado como un chip hasta convertirlo en el American Psychobolche capusotteano. Hay excepciones, pero la inmensa mayoría es hechizada por el socialismo, y los pibes salen tarareando la maza sin cantera porque no quieren ser los malos de la película a los ojos de una superestructura que mediante estratagemas y sofismas, a fuerza de golpes bajos y extorsión emocional, les ha endosado una carga culposa que no les compete, como la de la miseria y la inequidad social; calamidades en extremo complejas, de las que la izquierda en todas sus marcas y franquicias es corresponsable. Lo que terminan entregando las facultades al egresado es un diploma de superioridad moral: “¡Me recibí, mamá! Soy de izquierda, quedo habilitado para cualquier cosa mientras no sea un ‘facho’”.
La manera en que se usurpó el sentido común ha sido artera, pero muy efectiva, y el virus inoculado por vía educativa contagió a la sociedad en su conjunto. El lavado de cerebro es ubicuo.
Más allá de que no parece un dechado de virtud cívica y libertad democrática adoctrinar y arrear masas maleables, si finalmente todos fuéramos de izquierda, ¿qué más daría?: no nos enteraríamos de que existe otra visión del mundo, viviríamos la dulce fantasía marxista, hundiéndonos juntos en la ciénaga calentita y utópica del voluntarismo colectivista, ¡y que viva el show de Truman!
El problema aparece cuando al menos un individuo, por la razón que fuera, quiere salirse de la Matrix. Ya de por sí, el concepto “individuo” es mala palabra para esta grey, por lo que ese “cipayo” que osa cuestionar al aparato se las verá en figurillas: ¡Ah, no, a ese fachito se lo pone de patitas en la calle!
El emancipado se convertirá en un paria ¡Vamos, no le hacen esas cosas feas al independiente! Es más sutil. El asunto consiste en un cierre de puertas, de posibilidades, en una merma absoluta de oportunidades. En una solapada muestra de desprecio, a veces no tan solapada. En un vacío, un rancho aparte, una clara segregación a quien no logra digerir el relato falaz, elemental y empalagoso de la progresía criolla secular.
Los apropiadores se reparten los concursos, entre ellos se dividen los jurados, se premian entre ellos; entre ellos se contratan para sus productos artísticos, se invitan a sus programas, se entrevistan y difunden, y no dejan entrar a nadie ajeno a la camarilla. ¡Tan DEI, ellos... una ternura!
Pero me voy un segundo del otro lado del mostrador a ponerme en la piel del abogado del diablo progre: Dale, nadie censura a nadie, simplemente no cunde el arte de derecha porque el facho es básico y grasa.
Puedo conceder que mayormente la persona de no-izquierda suele inclinarse por las ciencias exactas y es menos propensa a lo artístico; pero aunque menos, sí hay talento no-progre, lo hay incluso muy bueno, y no se le da cabida, está palmariamente proscripto desde hace décadas del universo cultural argentino. El artista divergente debe gestionar por cuenta propia sus conciertos, sus libros, sus películas, mientras que si fuera políticamente correcto recibiría el espaldarazo del Sistema.
Cuando hace unos veinte años salí del closet ideológico, además de perder un millón de “amigos”, no sabía que iba a ser tan duro y solitario haber tomado la pastillita roja; si no, tal vez hubiera optado por la píldora azul, para seguir disfrutando de la tibia, acogedora, confortante incubadora progresista.
Y es curioso, me había refugiado de cierto lumpen en ese grupito de pertenencia, que por una extraña paradoja, se terminó convirtiendo en eso que yo deploraba: ser progresista hoy es sabérselas todas, es tener pintada una media sonrisita sobradora y suficiente, es ser algo sicopatón, bastante agresivo, defensor de barrabravas y violentos, exégeta de políticos corruptos y delincuentes comunes, precursor de la infracción, adulador de la vulgaridad, romantizador del delito, apologista de la droga, relativista de la contravención, fan del ruido a toda costa, del hacer “lío” y de la cultura tumbera. Esa turbamulta que yo aborrecía cuando era “socialdemócrata” es la izquierda caviar contemporánea. Pero por sobre todas las cosas, lo que pinta de cuerpo entero al progre de hoy es la intolerancia con el que no piensa como él. ¡Y al que no le gusta, se jode, se jode!
Me dio fuerza para rehabilitarme el hecho de darme cuenta de que el arte de mis amigos de la siniestra tenía siempre un denominador común: era matemáticamente monotemático, priorizando la bajada de línea por sobre la buena construcción de ficción. Yo mismo engendré adefesios de ese tipo en mi época “rebelde”: cuando uno está metido en una secta, le cuesta ver que lo está, vive una suerte de éxtasis místico, de superioridad moral respecto de los “comunes”, y necesita cantar a coro su partecita del estribillo para mantener a flote la épica y confirmar estar del lado correcto de la historia, del lado de los “buenos”. Pero en el fondo algo allí huele mal. Porque adentro hay algo podrido.
Respecto del monotema por antonomasia de la tribu, hay que decir que durante un tiempo hubo buena ficción sobre la tragedia de los setenta; aunque siempre desde una mirada única. Pero se dieron cuenta de que era la gallina de los huevos de oro, y empezaron a estrujarla; la exprimieron hasta la muerte. Y no pararon con el ave muerta, siguieron retorciéndole el pescuezo hasta extraerle la última gota de sangre al pobre gallináceo; y cuando ya estaba reseco, lo despostaron y nos empezaron a vender su carroña, obviamente putrefacta y hedionda, porque además de muerta y desecada, la pobre gallina era ya muy vieja y estaba rancia, vencida; después de todo, se trata de una gallina cincuentona.
Y claro, seguir contando la misma historia una y otra vez se convirtió en un negocio redondo, sólo había que copiar y pegar, y ni hablar si al negocio lo financiaba el Estado. Y así empezaron a proliferar artistas cool, que siempre estaban en el lugar indicado y con el discurso justo a flor de labios.
Recién ahora, después de casi medio siglo y muy tímidamente, empiezan a encenderse luminarias de otro color en el marco de la ficción nacional, tal el caso de los productos Cohn-Duprat; y no es de extrañar que un público masivo y sediento de algo distinto, original, nuevo; un público agotado, aburrido hasta el hartazgo de los bodrios progres y reiterativos, de la corrección política y de la filonazi impronta woke de los últimos años, abreve de la nueva propuesta. ¡Qué bien la hicieron estos supremacistas blancos! ¡La vieron! ¡Envidia!
Aparecen de a poco en las redes pensadores y artistas emancipados, pero han debido esquivar strikes, cierres de cuentas, troleos, escraches, haters, censura, cancelación y hasta violencia física. Y por supuesto que los canales de difusión masiva todavía les son ajenos.
¡Que los fachos se vayan a otro lado con su arte de mierda! No existe otro lado, chiques. Todo está tomado por ustedes.
Invito al lector a un desafío. Ni siquiera es menester que lo lleve a cabo, sólo imagínelo: pretenda aplicar a un concurso literario con un cuento que desde el humor cuestione el lenguaje “inclusivo”. O inténtelo con una novela en que el protagonista es un muchacho que ose objetar la abolición de la presunción de inocencia del varón que impuso el feminismo de cuarta ola. O arriesgue con una poesía que ensalce el amor heterosexual y la propensión a la familia y la maternidad. O inserte un ensayo que presente la responsabilidad humana en el cambio climático como artimañas de laboratorios de ingeniería social para nutrir ONG’s sedientas de metálico.
¡Ja! Cualquiera de esas obras de los temas vedados ganaría el concurso, ¿no? No, no ganaría. Ni una mención. Aunque fuera un cuento superlativo, una novela extraordinaria, un poema emocionante, un ensayo empíricamente fundamentado. Ninguna ganará. Del mismo modo que no ganará ningún concurso aquel que presente en su obra a un homosexual perverso, a un negro ladrón, a una lesbiana asesina, a un militar valiente, a un policía honesto. Podría seguir hasta el infinito con los clichés invertidos, pero creo que se entiende el punto. Y, por supuesto, no ganará concurso alguno quien sea sospechado detractor del misal progresista.
Desde hace mucho tiempo, bajo el sojuzgamiento sociocultural socialista, ya no importa la calidad de la obra, mucho menos la verosimilitud, sólo importan los estereotipos; desde hace mucho tiempo ya no importa la estatura artística de un autor, sino sus actos privados, su pensamiento político, su color de piel y lo que lleva entre las piernas. Esos son el “arte y la cultura” que nos deja medio siglo de socialismo. Por suerte South Park y Ricky Gervais junto a otros valientes coterráneos vienen salvándonos de la halitosis de Gramscito.
Pero vamos, ¿no produce nada bueno la izquierda hegemónica? Sí, excelentes obras, pero en su inmensa mayoría tendenciosas y panfletarias. Y también genera bazofias. Es decir, está todo: lo bueno, lo malo y lo mediocre, pero sólo se le da visibilidad a lo que lleva su sello, lo que transporta el mensaje “correcto”. Lo demás se niega u oculta del aparato de propaganda.
En el presente, aun con un gobierno libertario, emergente del desastre económico, político y moral que dejó el socialismo del siglo XXI en Argentina, la cultura, el arte y la comunicación siguen en manos del progresismo. Como progre recuperado, sé que la batalla a este flagelo es un día a la vez, siempre se está a punto de recaer en esa adolescencia tardía del hippie cincuentón que apela al chivo expiatorio de la ultradereeeecha para justificar sus travesuras. Se debe estar atento, es duro madurar, pero vale la pena en pos de salir de la granja.
*Escritor.