Todavía me impresiona cómo, cuando estamos creando, todo a nuestro alrededor puede convertirse en materia prima. Como si el mundo –nuestro cuerpo, nuestras experiencias, objetos cotidianos, fragmentos del pasado– se volviera un territorio fértil para el bricolaje. El bricolaje entendido, no solo como una técnica, sino como una metáfora del pensamiento creativo: hacer con lo que hay, construir sentido con lo disponible, transformarnos mientras transformamos. Crear, no solo una obra, sino una nueva forma de ser en el mundo.
Me pregunto con frecuencia: ¿en quiénes nos estamos convirtiendo mientras creamos? Y esta duda resurgió hace poco al acompañar el proceso de Clau, una clienta que desarrolló movimientos involuntarios en su cuerpo luego de recibir la vacuna del covid. Lo que parecía una interrupción se convirtió, sin buscarlo, en un nuevo vocabulario. Los sacudones del cuerpo se transformaron en trazos. Con un fibrón grueso, Clau dejaba que ese temblor guiara su gesto sobre cajas de cartón. Ese fue su primer medio de exploración.
“Durante esta transformación, la necesidad de expresar mi experiencia ha sido parte de este camino lleno de obstáculos, la mayoría intangibles”, escribió Clau en Cronología del Movimiento, uno de los trabajos que hicimos. “Capturar estas vivencias en cajas, documentar a través de mis dibujos sensaciones, recuerdos, mi realidad marcada por estos movimientos involuntarios –tatuados en la piel de estas cajas– listas para trasladarse a una nueva realidad, con fecha desconocida”.
Lo incontrolable se volvió lenguaje. Y en esa práctica, su obra empezó a tocar temas de migración, feminidad, maternidad, salud. Como si el cuerpo, al perder control, revelara una sabiduría secreta que solo aparece cuando todo lo conocido colapsa.
“Como mujeres, mudamos de piel muchas veces: primero, en la transición de niña a mujer. Luego, mes a mes; en nuestra sexualidad, como pareja, nos adaptamos, dejamos atrás capas de piel hasta convertirnos en madres –algunas por elección, otras por destino–, transformando nuestra piel de formas inesperadas. Nos movemos en cuerpo, emoción y mente; nos volvemos distintas. El cuerpo se transforma. A lo largo de los años, como madres, en mi caso a tiempo completo, entregamos nuestro cuerpo y nuestra energía a los hijos, y lo que queda, a nuestras parejas y amigas. Nuestros sueños se guardan en cajas hasta nuevo aviso. Para cuando ya hay más tiempo para nosotras, los cambios hormonales desatan nuevos desafíos que se nos llevan la energía y nos devuelven casi hasta la inocencia y es como comenzar otra vez”, fue otro párrafo de ella que me movilizó.
Con Clau trabajamos sobre esos espacios intermedios donde las identidades se desdibujan y las formas aún no se definen. Su camino resonaba con búsquedas que yo ya había trabajado en mi propia obra. Al terminar mi maestría en Nueva York, presenté Construyendo Identidades, un proyecto expositivo en la Galería del Fashion Institute of Technology sobre mujeres latinoamericanas atravesadas por la migración y por cambios identitarios marcados por ritos de transición como los quince años o las bodas.
La idea nació también de mi propia experiencia al migrar de Argentina a México siendo adolescente, en un momento atravesado por esos rituales sociales que moldean el cuerpo y la identidad. Venía del mundo de la moda y, sin embargo, siempre me sorprendió cómo, incluso cuando vestimos mujeres, pocas veces hablamos realmente de estos temas. ¿Qué significa ser mujer en los contextos que vivimos? ¿Qué cuerpo estamos vistiendo? ¿Qué historia llevamos encima? Por eso, los espacios de arte y desarrollo personal siempre me resultaron más fértiles para tener conversaciones honestas y profundas.
Estaba –y sigo– movilizada por esos momentos de transición en los que ya no somos lo que fuimos, pero todavía no sabemos lo que seremos. Territorios incómodos, ambiguos, pero fértiles.
Clau, desde su cuerpo, marcaba nuevos ritmos que no siempre entendía. Pero ella los seguía. Aprendía a danzar con lo que antes quería controlar.
Aprender esos ritmos, adaptarnos a lo inesperado, atravesar transiciones –voluntarias o no– nos obliga a repensar nuestros viajes físicos, emocionales, simbólicos. Y en ese tránsito, la creatividad se vuelve una gran aliada. Nos ayuda a capturar la tensión de estar en el medio. A registrar la belleza del movimiento. A tolerar la ambigüedad. A transformarnos, no solo como creadores, sino como personas.
Crear no es solo producir. Crear es también aceptar que no sabemos. Es prestar atención. Es permitir que algo nos atraviese y, en el intento de nombrarlo, nos revele. El arte no es solo una salida. Es también una entrada. Es la puerta por la que volvemos a nosotros mismos.
Habiendo acompañado procesos como el de Clau –enraizados en la creatividad, en el emprendimiento o en la construcción de proyectos con propósito– veo con claridad cómo la esencia de lo creativo es siempre la misma: en la medida en que creamos algo, también nos estamos recreando. No importa si creemos estar construyendo una obra, un negocio, una marca o una idea. Al final, lo que emerge no es solo el resultado externo, sino una nueva versión de nosotros mismos.
La creatividad no es solo una práctica reservada al arte. Es una forma de habitar el mundo con presencia. De reconstruirse cuando todo cambia. De inventar nuevos lenguajes cuando lo vivido no entra en los marcos existentes. Y así, tal vez, proponer habitar nuevos espacios con mayor armonía y conexión con lo más humano de nosotros y lo colectivo.
No todos nos sentamos frente a un lienzo. Pero todos, en algún momento, estamos llamados a hacer de nuestra experiencia algo más que supervivencia. A convertir lo vivido en forma, en gesto, en materia viva.
Y en ese gesto, íntimo y poderoso, se abre la posibilidad de volver a empezar. De establecernos, no donde el mundo nos exige, sino donde nuestra verdad nos ancla.
*Diseñadora de moda, artista.