Cuando Analía Boutet camina por los pasillos de su casa en Resistencia, Chaco, lo hace con la memoria viva de su hija Luz. Una niña que nació dos veces, pero también murió dos veces. Una al ser mal diagnosticada, y otra, más de un año después, cuando su cuerpo no pudo resistir la secuela de tantos errores. Hoy, a trece años de aquel abril de 2012 que marcó su vida para siempre, Analía sigue esperando respuestas.
Era el 30 de marzo de 2012 cuando Analía ingresó al Hospital Perrando con un embarazo de seis meses y un diagnóstico claro: placenta oclusiva total. La cesárea estaba cantada, pero el trato que recibió no fue el de una madre a punto de dar a luz. Le colocaron una pulsera que decía "aborto". Ella, que ya era madre de cuatro hijos, sentía los movimientos de su bebé, sabía que algo no estaba bien.
“Me hicieron tactos una y otra vez, les decía que me habían roto la bolsa y me contestaban que me había hecho pis”, recuerda. El 3 de abril la llevaron a sala de partos y allí, entre comentarios insensibles, la dejaron parir sola.
Luz nació a las 10:20 de la mañana, pesando apenas 800 gramos, y minutos después fue declarada muerta. Sin verificación real y sin darle a la familia la oportunidad de despedirse. El cuerpito fue enviado a la morgue, directo a una cámara de refrigeración.
Pasaron más de 10 horas hasta que Analía pidió verla porque quería despedirse. “Me decían que no la mirara, que no me quedara con esa imagen”, relata. Pero el instinto de madre pudo más. Cuando abrió la pequeña caja blanca, una imagen la paralizó: los ojos de su hija brillaban y lloraba. Un llanto tenue, como de gatito.
“¿Por qué se mueve mi hija?”, gritó. Nadie lo entendía, era un hecho inexplicable. Un error médico escandaloso. La beba estaba viva. Su hermano la sacó corriendo, apretándola contra el pecho como si llevara una botella helada. El país conoció su nombre ese día: Luz Milagros.
La historia de Luz se transformó en símbolo. Su recuperación fue lenta, difícil. A los 12 días, sufrió un paro cardiorrespiratorio. Fue trasladada al Hospital Italiano, donde los médicos informaron que solo funcionaba el 10% de su cerebro. El hospital decidió suspender la alimentación y aplicar cuidados paliativos. Pero la presión social obligó a revertir esa decisión.
Volvió a Chaco con internación domiciliaria. Analía convirtió su casa en una sala de cuidados intensivos casera. Entre escasos recursos, poca ayuda estatal y noches sin dormir, sostuvo la vida de su hija con una fuerza casi sobrenatural.
En 2013, viajó a Buenos Aires para tramitarle un pasaporte a Luz. Soñaban con un tratamiento experimental en China. Pero en Rosario, antes de continuar el viaje, Luz tuvo un nuevo paro. Analía la reanimó. El hospital al que la llevaron se negó a atenderla, por lo que volvió a peregrinar por atención médica.
Al día siguiente, el médico fue claro: “Se está apagando”. Entonces, Analía se acercó y le habló al oído: “Mi amor, si querés seguir luchando, luchamos. Pero si no podés más, te dejo ir”.
Y Luz se fue. Con la ternura de quien ya había sobrevivido a todo. Su madre recuerda que en ese instante, la máquina se apagó sola. Como si también ella entendiera que su tarea había terminado.
Pasaron trece años y para Analía la justicia no llegó. El juicio se mueve con lentitud, entre trámites, cambios de jurisdicción y silencios institucionales. “Está todo listo para sentencia, pero seguimos esperando”, explica el abogado Carlos Guido Leunda.
La historia de Luz Milagros se convirtió en emblema de la violencia obstétrica en Chaco, de la negligencia médica y de la falta de respuestas del Estado. Pero también es la historia de una madre que junto a su hija no se rindió y aún espera justicia.