Cada 5 de junio desde 1972, se conmemora el Día Mundial del Medio Ambiente, establecido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para crear conciencia global sobre los desafíos ambientales que la humanidad enfrenta. Esta fecha invita a gobiernos, comunidades y personas a reconocer el valor del planeta como casa común y a actuar responsablemente en favor de su cuidado y recuperación.
Desde hace 53 años, intentamos promover la reflexión sobre la forma en que estamos habitando el planeta, pero los datos hablan por sí solos.
Según el Informe Planeta Vivo de WWF, entre 1970 y 2018, las poblaciones de animales salvajes disminuyeron en promedio un 69%. En América Latina, esta pérdida fue aún más alarmante: un 94% de disminución en la abundancia de vida silvestre. Los ecosistemas de agua dulce, como los humedales, han sufrido una caída del 83% en sus especies. Estas cifras no solo reflejan una crisis ambiental global, sino que también nos interpelan sobre cómo nuestras acciones afectan profundamente los ecosistemas que nos sostienen.
Una imagen angustiante de los últimos meses nos muestra fenómenos extremos en ciudades como Bahía Blanca, Campana y Zárate donde el agua, incontenible, arrasó todo a su paso mostrando un panorama desolador en calles anegadas, familias evacuadas, pérdidas y daños importantes. Sin embargo, cada vez que ocurre, sentimos que es un desastre más. Lo que rara vez nos detenemos a pensar es que mucho de esto, no es solo consecuencia del clima, sino de nuestras decisiones.
Conocer más y mejor el ecosistema que sostiene nuestro desarrollo, involucrarnos en promover su equilibrio, y estar preparados para eventos extremos, son parte de las buenas decisiones que aún tenemos pendientes. Hoy, el acceso a las TIC´s y su aplicación a la planificación y el desarrollo, son propósitos obligados, ya no hay excusas. No basta con atender las emergencias y los emergentes.
Hay mucho por hacer colectivamente, y es de celebrar que haya organizaciones, como la Fundación Humedales (Wetlands International) por ejemplo, que desde hace algunos años llevan adelante un relevamiento que muestra con claridad cómo el Delta del Paraná, uno de los humedales más importantes de nuestro país, está siendo transformado a una velocidad alarmante. Las urbanizaciones han crecido de forma sostenida, los terraplenes se han extendido, y con ellos, los endicamientos del agua han alterado profundamente el comportamiento natural de este ecosistema vital.
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Lo que hoy visualizamos con cada gran lluvia o crecida, no es solo el resultado de un evento severo del clima, sino también una consecuencia de haber ocupado y transformado espacios que cumplen una función esencial: contener y absorber excesos de agua, amortiguar inundaciones, sostener la biodiversidad.
Pero, ¿dónde aprendemos a habitar la casa común? ¿De qué manera conocemos mejor el territorio que habitamos para gestionarlo mejor?
Si bien la vida es una gran escuela, parte de esos aprendizajes, los tenemos cuando niños y adolescentes en nuestra educación formal, lo cual ya se va avizorando en las nuevas generaciones y sus mayores niveles de compromiso.
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Muchos de los adultos actuales, no tuvieron esa posibilidad, y por ello que la alfabetización ambiental comunitaria cumple un papel trascendental, promoviendo el compromiso de la sociedad con la calidad ambiental.
No menos relevante en este proceso es la educación universitaria, que juega un papel fundamental preparando profesionales para enfrentar los desafíos ambientales de hoy. Una formación de calidad, facilita comprender la complejidad del ambiente y la importancia de gestionar responsablemente sus transformaciones minimizando sus impactos. Solo desde un conocimiento profundo y crítico se podrán diseñar soluciones integrales y sostenibles para el mundo que viene.
Nucleados en organizaciones públicas, privadas y de la sociedad civil y con las mejores intenciones, muchos siguen aportando acciones y soluciones para fomentar un desarrollo sostenible. ¿Será la masa crítica suficiente?
¿Quién se debe ocupar de lo que tengo que hacer yo? ¿Por qué no empezar por el metro cuadrado propio, antes de pretender ordenar el ajeno? Como ciudadanos comunes, cada uno decide a diario el sentido de sus acciones. Sin embargo, el peso de cada decisión y su escala, se amplían en nuestros roles colectivos. Un docente, un empresario, un funcionario, un empleado, una mamá…. Cuando consideramos nuestros roles colectivos, la incidencia de nuestras decisiones tiene otra onda expansiva.
¿Alguna vez pensaron, qué diferente sería el panorama, si cada una de esas decisiones se tomará con compromiso ambiental? Impactar en el planeta es inevitable, todas las especies lo hacemos, ¿pero cuán distinto sería si nos tomamos el trabajo de que sea el menor posible?
Durante años creímos que podíamos adaptar el ambiente a nuestras necesidades en cualquier circunstancia y sin límites. Hoy, más que nunca, deberíamos entender que es al revés: debemos adaptarnos al ambiente, no pretender que él se adapte a nosotros. Estamos pagando un alto precio.
En este Día Mundial del Ambiente, no se trata sólo de señalar culpables o de mirar con nostalgia el pasado. Aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo. Y, sobre todo, practicar formas de habitar, más conscientes y responsables. Adaptarnos al ambiente, y no seguir intentando adaptarlo a nosotros. Tal vez a partir de ello, podemos gestar un verdadero cambio.