Alguien que canta en la habitación de al lado (Penguin RH, 2025) reúne los capítulos más ardientes del Pauls lector. Con la cabeza llena de teorías literarias y el corazón en modo lector fanático, el escritor radicado en Alemania se mete de lleno en las obras y las obsesiones de más de veinte literatos que lo marcaron.
Lo que sale de ahí no es un libro académico ni una constelación de clásicos: es una entrega afectiva, llena de desvíos, placer y curiosidad, mucha curiosidad. Desde Manuel Puig hasta Rodolfo Walsh, de María Moreno a Laura Ramos, de Woolf a Fogwill, Pauls va pensando textos que son… ¿Qué son, realmente? ¿Homenajes, investigaciones, postas, fogonazos? Lo que sea resulta aún más destacado por el uso de signos de exclamación, el arte de la digresión y los vericuetos del lenguaje. De su propio lenguaje. El estilo de Pauls –de por sí reconocible, de sintaxis envolvente y léxico de orfebre– alcanza en estos textos un grado de madurez que conmueve.
Alguien que canta… no es otra cosa que eso: un lector encendido, curioso, obsesivo, que canta mientras se pierde en la música de otros. Pauls escribe sobre sus pares, sus rarezas, fantasmas, como si fuera lo más natural del mundo. Y en ese trance –porque sí, éste es el Pauls de El factor Borges– le da al ensayo un pulso vital, medio salvaje, medio amoroso, alejado de toda solemnidad y cercano al stalker que todo lo sabe.
Los textos que componen el libro tienen orígenes diversos: conferencias, presentaciones de libros, artículos en medios, incluso textos casi íntimos. Pero la edición los alinea con sabiduría. Hay piezas deslumbrantes como la que dedica a María Moreno, en la que capta con agudeza el modo en que su escritura convierte la digresión en un método de conocimiento. O el retrato de Puig, donde Pauls celebra su inteligencia plebeya y su oído para los modos del habla popular como si fueran formas de pensamiento.
¿Los temas? De todo un poco y todo a la vez: clásicos como Woolf, Arlt que no se apaga, fetiches nivel Piglia, Saer, compañeros de ruta (Chejfec, Guebel, Fresán, Ramos), sus fijos de siempre con Borges a la cabeza, o Puig; intrigas sin resolver, ídolos con espinas, diosas totales como Ludmer, Moreno, Bléfari). Todos ellos –Fogwill, Lamborghini, Walsh, Libertella, Deleuze, Aira, Kafka, Mansilla– pasan por acá. Pero el latido del libro no cambia: ¿cómo escriben los que escriben?
—Copio una línea textual del capítulo que le dedicás a Fresán: ¿a dónde iremos a parar con nuestros libritos en este páramo de ágrafos flexibilizados?
—No lo sé, no lo sé… Siempre tengo la sensación de que es muy fácil caer en el apocalipsis y pensar que nada de lo que todavía funciona, va a funcionar dentro de veinte años. Y después entiendo que en ese pensamiento hay algo muy simple: las cosas no son tan homogéneas, ni siquiera las cosas horribles que pasan son homogéneas, y que siempre los libritos pueden sobrevivir. Quizá sobrevivirán de una manera más secreta o clandestina, más alternativa, pero a más de 500 años de inventado el libro, hay algo en el objeto libro que tiene una potencia increíble de conservación, encapsulamiento, supervivencia. Creo que incluso los libros materiales van a sobrevivir porque la literatura puede vivir sin papel, lo sabemos; y no sé qué formas va a tomar, en qué se va a convertir la lectura, pero creo que el libro papel no sé si es eterno, pero es un objeto muy difícil de destruir. Así que no lo sé. De todos modos, dónde va a parar un libro cuando uno lo publica es una pregunta que está abierta, y estaba abierta incluso cuando no existía el mundo digital, entonces es agradable pensar en eso, no saber dónde va a ir a parar lo que escribís. Porque si uno lo supiera, algo del misterio se perdería, sería una relación automática y mecánica con un lector o una lectora, y si no se sabe muy bien dónde van a parar las cosas, se corre un riesgo, por supuesto, pero también hay ahí muchas posibilidades.
—¿Te gusta más escribir sobre los demás o escribir tu propio libro?
—Los mejores momentos que pasé en los últimos veinte años escribiendo, fueron escribiendo sobre otros. Siempre hice crítica literaria, siempre me interesó la cuestión de la lectura, fui profesor en la Facultad de Teoría literaria. Me parece que la relación que tuve a lo largo de mi vida con estos otros de los que escribo en el libro, es absolutamente decisiva. De hecho, para mí, éste es un libro sobre lo que yo estoy compuesto, es como el secreto de mi composición, si quieren saber de qué está compuesto el escritor Alan Pauls, lean este libro y van a ver que hasta qué punto leí a otros, robé, aprendí, me apropié de otros. Entonces, no podría concebir mi trabajo como escritor sin estas lecturas, pensar que el que escribió el pasado es otro que el que escribe estos textos es un error total. Son textos escritos con el deseo más absoluto, es decir, son textos de amor, amo aquellas escrituras o prosas o poesías o personas de las que escribo. No hay ningún texto crítico en el sentido negativo o impugnatorio, que es algo que también podría ser y de hecho hago y me parece genial y necesario, pero éste es un libro más amoroso en ese sentido, mucho más amoroso.
—¿Hay algo formativo tuyo?
—No, no hay, diría que todos los objetos de los que hablo son más bien como de los 20 en adelante, todo lo que leí y me inseminó después. Podría haber incluido a Cortázar, pero era ya un planeta de otra galaxia. Están Barthes, Deleuze, Saer, Aira, Piglia, Puig, Mansilla, escritores que leí a partir de los 20, me acompañan desde entonces, que leo todo el tiempo, que nunca abandono, con los que converso. Pero no incluí a Cortázar, me parece que es como otro libro, uno sobre lecturas que te marcaron cuando eras totalmente vulnerable.
—Y absorbente.
—Cortázar, un escritor súper importante para mí, me cuesta mucho leerlo. ¿Qué quiere decir? Que me fatiga, lo veo demasiado desnudo. Me parece juvenilista, muy deliberado; todas las cosas que me resultan difíciles hoy al leer literatura. Pero es cierto: uno tiene, con esos objetos que lo marcaron cuando estaba medio desguarnecido, una relación muy rara. Porque también me doy cuenta hasta qué punto fui marcado por músicas muy comerciales de los años finales de los 60, principios de los 70. Cosas que nunca volví a escuchar o que a veces suena en un ascensor. Roberto Carlos. Jamás hablaría sobre Roberto Carlos, y sin embargo, por qué no hablar de Roberto Carlos que está totalmente en mi torrente sanguíneo. Puede haber cosas abominables en tu torrente sanguíneo. En ese sentido me parece que es un objeto genial y que es para ir para un libro aparte.
—¿Como un placer culposo?
—Es una categoría un poco frívola, en realidad es mucho más profunda. Placer culposo es como un hobby culpable, en cambio esto no es un hobby, porque cuando escuchaste a Roberto Carlos, algo quedó en el imaginario, que no estabas preparado para que entrara. En cambio, cuando empiezo a leer, y lo hago como un lector especializado, ahí tengo herramientas, sé qué hacer, cómo se hace, cómo se pone en relación una cosa con otra. Cuando estás en esa posición de de-samparo total, tenés ocho años y ves a Gigliola Cinquetti en el programa de Pipo Mancera y no tenés escudo, ni blindaje, ni nada, y eso te entra en el organismo, va por el torrente sanguíneo y empieza a golpear. Esos disparadores de memoria… Años y años de escuchar buena música, jazz, clásica, música electrónica y de repente esos hits que te agarraron indefenso, reaparecen. ¿Dónde está guardado? Es otro tipo de trabajo que creo en algún momento haré, de hecho, lo hice en algunos textos En una época hacía conferencias y en un momento me ponía a cantar, una idea que le había robado a Martín Prieto, mi amigo rosarino. Recuerdo una conferencia sobre el exilio en la cátedra de Sylvia Molloy en Nueva York: yo hablaba de Roberto Carlos y cité unas estrofas de “Amada, amante”. Y cantaba mal, por supuesto, pero me parecía que interrumpir una conferencia y cantar una canción de Roberto Carlos era reproducir el efecto sorpresa, de arrebato que me produce cuando eso que yo escuchaba, me asalta en las situaciones más inesperadas. Y el acto más performativo a la hora de estar dando una conferencia me parecía un efecto grandilocuente.
El título funciona como clave estética. Ese alguien que canta –una presencia sin cuerpo, una voz que se filtra– es metáfora de lo literario como resonancia: no lo que se impone, sino lo que se cuela, lo que se hospeda sin permiso. Pauls no busca explicar a los autores que aborda sino quedarse un rato escuchándolos desde la pared de al lado. Lo suyo no es una crítica que clasifica o diagnostica: es una escritura que se deja afectar.
—El título del libro suena a intriga. Quién es ese “alguien que canta”. ¿La literatura? ¿Vos mismo con delay?
—No, yo creo que son esos escritores y escritoras de quienes hablo. En rigor, el título se lo saqué a Virginia Woolf, alguien que estuve leyendo mucho en los últimos años. Woolf, en un ensayo habla de sus contemporáneos y de lo difícil que le resulta escribir sobre ellos. Dice que sus contemporáneos son como gente que están cantando en la habitación de al lado. Lo dice de una manera un poquito peyorativa, pero a la vez, como todas las cosas despectivas que decía Woolf, tiene una idea en medio del desprecio, del desdén o de la sombra. Al armar el libro, pensaba a estos escritores como mis contemporáneos No necesariamente mis contemporáneos en el tiempo, muchos que son de otras generaciones, otras culturas. Pero justamente en la medida en que son escritores que me componen, son mis contemporáneos. El hecho de que canten en la habitación de al lado hace que la música no necesariamente se escuche peor sino incluso mejor, está más acustizada, despojada de los ruidos que pueden interferir. Me pareció que esa idea de Virginia Woolf que en principio era algo negativa, donde pretendía explicar por qué ella no escribía sobre los contemporáneos, a mí me resultó una idea con mucha potencia y también de cierta coexistencia. ¿Cómo coexistir con los escritores que te gustan, son fantasmas? ¿De dónde viene esa música? ¿Por qué llega y llega más asordinada, pero llega? Es raro, hay que prestar atención.
—Se impone una tensión.
—Exacto. No preguntaron si podían cantar, de algún modo interrumpen, pero esa interrupción es en realidad una relación que se establece. Me pareció que en esa expresión, que ella usaba con un poco de sarcasmo, había para mí un secreto sobre la relación que yo tenía con estos escritores y escritoras.
—¿Qué es lo que te enciende de un autor? ¿Quizá la rareza?
—Creo que eso va cambiando. Pero hablando de estos autores diré que son como el corpus de amores, en todos ellos siempre hubo algo muy importante: en un punto me desconcertaban, necesitaba que me desubicaran. No todos son escritores que siempre me hayan gustado. Puig, un escritor para mí fundamental, pero que no siempre fue así; de hecho escribí un pequeño librito sobre Puig para ver si Puig lograba gustarme o no y ahí me rendí totalmente. Siempre hubo cierta dosis de desorientación e incluso podía haber desorientación y flechazo. Pero cuando algo te flecha no se sabe si va a tener una posteridad o no, si va a durar... Como apostar por un amor. Éste es un libro de amor y un encuentro con un escritor que te acompaña durante cuarenta años. Tendría otro estatuto que el de un encuentro amoroso en el sentido más sentimental de la palabra… Barthes es un escritor que leo desde los quince años. Tuve mucha suerte: Jorge Panessi –después fue director del departamento de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras–, fue mi profesor cuando tenía trece años. Recuerdo que trajo S/Z de Barthes para explicar no sé qué cosa. Tuve mucha suerte. Una vez que pasa eso, hay una relación de conyugalidad total con Barthes, con Deleuze, Mansilla, Puig, con Aira. Uno pasa por fases como cualquier conyugalidad, pero en un punto hay algo indestructible. Es también poliamoroso en el sentido que un objeto te lleva a otro, y a otro.
—Lo tuyo es una prosa arriesgada en el sentido que te tomás tu tiempo para todo. ¿Te parece que hoy eso está a contracorriente de cómo se narran los tiempos actuales?
—El dogma ahora de cómo se escribe en redes… No sé, las frases con sujeto, predicado, tiempos verbales ya no tendrían lugar, pero me parece que las cosas no se pierden. Cada vez menos se pierden. Entonces eso que en un sentido puede ser una pesadilla tiene una promesa de felicidad: si no se pierden, se pueden reavivar, pueden esperar. Creo que con las frases pasa un poco lo mismo: la gente hace con las frases lo que quiere. Si de una frase larga que yo escribo sacan algo, se quedan con eso y tiran el resto, todo bien. Creo que las frases son buenas si se pueden usar para algo: hacer otras frases, para pensar algo, para conectarlas con una música o con algo que te dijeron. Entonces, en sí, la unidad de la frase, su pureza, la perfección de la frase entera con todos sus subordinados me interesa en el momento de escribirla; porque escribo así, porque así la pienso, así suena la lengua en mi cabeza. Sé que va un poco a contracorriente y me parece que al mismo tiempo, se ofrece como un instrumento. Y lo más importante es para qué sirve eso. No tanto en el estado en que se usa o en el estado en que se conserva, no escribo para que se conserven esas frases en una vitrina de cristal tal como son escritas. No. Cuando uno lee no conserva lo que lee intacto, cuando uno lee le entra lo que lee, lo destroza, lo desmenuza, lo cambia, lo usa. Me encantaría que hicieran lo mismo con lo que escribo aún a riesgo de descuartizar las frases y de atentar contra mi estilo.
—¿Se puede ser lúcido y salvaje al mismo tiempo?
—No soy salvaje, pero quizá soy más salvaje cuando escribo sobre lo que pienso. Me reconozco mucho en ese salvajismo y me gusta mucho el salvajismo en artistas, en escritores. No sé si soy salvaje, pero lo reconozco, me gusta el salvajismo. Y me gusta mucho la combinación de salvajismo y lucidez. No diría que los lúcidos son los inteligentes cultos y que los salvajes son las bestias. No, más bien me parece que puede haber un salvajismo en la inteligencia, y a la vez puede haber una extraordinaria cultura en el salvajismo. Pero, sí, me gusta la combinación.
—¿Dialogás con la tradición argentina o querés escapar?
—Dialogo, dialogo. La tradición argentina, para mí, es una gran tradición. No solamente en el sentido que tiene obras poéticas geniales sino que es una tradición muy problemática y conflictiva. No es una tradición que quedó de una vez y para siempre, sino una muy debatida, llena de problemas internos, es una tradición que invita mucho a dialogar. Si te metés, no vas a entrar en un panteón o en un museo sino que vas a un territorio de batallas y de fricciones. Aún reconociendo que la tradición argentina está poblada de otras tradiciones y eso hace también que sea una de sus enormes riquezas. Yo me siento muy argentino en ese sentido y diría que es casi el único punto, en el que ser argentino no me crea problemas; todos los demás me crean problemas y eso también es un poco porque vivo en otro país. Ahora, cuando estoy en este terreno la tradición argentina, la literatura argentina, el arte argentino, me da la sensación de que todo es una posibilidad, que hay un horizonte. Mucha vitalidad.
—Hablemos del otro lado: Pauls escritor y gente que escribe sobre tu trabajo. ¿Te pasó de decir “Qué entendió”?
—Lo que me desanima es tener la impresión de que no me entendió. No por una cuestión de comprensión sino en plan “No acepto tu premisa”. Cuando se lee algo, se acepta la premisa y en todo caso vas a demolerla; cuando se nota que no hubo un esfuerzo para eso, salta la mala leche. Que escriban sobre uno es una gran oportunidad, incluso para pelear porque alguien quiso entender lo que escribiste y luego dice “No lo acepto” y ahí estalla la conversación. Me desanima que no la haya porque no hubo curiosidad. Y solo la curiosidad te lleva a la lectura. Me gusta que lean lo que escribo, cosas con las que no concuerde, pero está lejos de que me indigne. Busco esa conversación. Por eso incluí esas conversaciones en el libro con Aira, Laura Ramos, más allá de las críticas porque en estas conversaciones se pueden tener picos sublimes de confraternidad y de disidencia, eso es vital. Y leer establece esas conversaciones.
En este libro, Pauls confirma algo que ya intuíamos: escribir sobre los demás puede ser una forma de autobiografía secreta. Cada artículo es también un espejo oblicuo donde el autor se refleja mientras mira. No escribe sobre ellos sino desde ellos. Como si lo que en verdad estuviera haciendo fuera afinar la escucha para volver a esa escena fundante: alguien, en otra habitación, canta. Y el canto, como la literatura, no se explica: se escucha, se deja entrar.
La selección
“Me gusta mucho Mercedes Halfon, Magalí Etchebarne, me encantan sus dos libros. Ahora leí este libro genial Un reino junto al mar-Río de Janeiro y Mar del Plata, rumor e imaginación de Santiago García Navarro (Ripio). Me gusta Michel Nieva, un talento total, muy único y raro”, dirá cuando se le consulte qué está leyendo.