Durante semanas, en plena provocación de diversos líderes en miras hacia una guerra comercial entre Estados Unidos y Europa, la primera ministra italiana, Girogia Meloni, mantuvo un perfil silencioso, sin afirmarse del todo contra las medidas de Trump.
Meloni tuvo un encuentro en Washington con Donald Trump a mediados de abril y luego recibió al vicepresidente de los Estados Unidos, J.D. Vance, en Roma. Y en las últimas semanas solo se limitó a pedir “calma” ante lo que considera un “error” del presidente estadounidense. Su posición fue, claramente, no promover una fractura en el bloque occidental. La visita a Washington es un paso más adelante en relación con la posibilidad o con el deseo de acordar con los norteamericanos.
Uno de los países del conjunto europeo más expuestos en relación con la ofensiva de Trump y su guerra comercial global es Italia. Frente a la pausa arancelaria impulsada por Estados Unidos se ha abierto una posibilidad de algún acuerdo y Meloni pretende tomar cartas en el asunto. Sin embargo, si los resultados no son los esperados, la mandataria italiana podría ser el blanco de las críticas sobre su fallida lealtad hacia Europa.
“Juntos podemos hacer que Occidente vuelva a ser grande”; bajo este lema, Meloni invitó a Trump a una visita a Roma. La muerte del papa Francisco se presentó como una ocasión para una cumbre entre los líderes europeos y el presidente estadounidense. Acuden a Roma Emmanuel Macron y el saliente canciller alemán, Olaf Scholz.
Podemos leer la realidad política de una región o de un país desde las manifestaciones de sus procesos legales, económicos, de negociación. O podemos ir por un camino más sutil, menos directo, pero siempre de expresiones que se nos aparecen con antelación: la vía sensible, los modos estéticos.
Aurora Conde, filóloga española y especialista en cultura contemporánea italiana, analiza la belleza romana en composición con las manifestaciones artísticas. Y esas expresiones como respuesta al momento histórico por el que atraviesa la ciudad, cada vez. Así, La dolce vita, de Fellini, con su particular escena de la Fontana di Trevi, muestra una Roma rica, banal y sensual. Una ciudad que corresponde a la duda del cineasta, el conflicto de los años 60, el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Esa oscilación entre el peso de la historia y la ligereza.
Luego sobrevinieron los años de plomo, anni di piombo, una etapa de agitación social y política que duró hasta finales de la década de 1980. En el año 1978 Italia fue víctima de una serie de atentados que culminó con el cadáver de Aldo Moro en el baúl de un Renault 4 rojo. Acontecimiento seminal en la historia política italiana. El ex primer ministro y presidente del Partido de la Democracia Cristiana fue interceptado por las Brigadas Rojas. “Como siempre, solo en el lenguaje habitan los síntomas”, escribe Leonardo Sciascia en el libro El caso Moro, y el lenguaje cinematográfico habla.
Se logró aquello denominado “compromiso histórico” (compomesso storico), según el cual los partidos comunistas concluyeron que no podrían gobernar sin el apoyo de las fuerzas moderadas. Para evitar lo que se llamó la “solución chilena”, según el destino de Salvador Allende tras el golpe de Estado, se consolidó el gobierno de Giulio Andreotti.
Moscú veía con alarma cómo un partido comunista se alejaba de su influencia y se acercaba a Kissinger. El secuestro de Moro abrió un debate en la política italiana. La duda ética era: ¿salvar a un hombre o al destino del país? Moro estuvo secuestrado durante cincuenta y cinco días. Y vuelvo al libro de Sciascia: “Moro había sido condenado a muerte, directamente por las Brigadas Rojas, y de forma indirecta por la Democracia Cristiana”.
El boom económico o el milagro económico italiano fue una fase de la historia que provocó una rápida expansión en un proceso de modernización debida a la ayuda norteamericana a través del Plan Marshall. La película de Fellini es contemporánea a ese estado de cosas. Y allí él plantea cierta cuestión deontológica, seguir hacia el derroche o continuar por el camino del pensamiento. A estas preguntas responde Sorrentino en La grande bellezza de modo surrealista e irónico. Ese surrealismo, según la filóloga Aurora Conde, es tributario de la influencia norteamericana.
Hace muy poco se estrenó en la Argentina, la película Parthenope. Bajo el símbolo de la sirena que intentó cautivar a Ulises y que luego, frente a los oídos sordos del griego, se suicida. El mito la describe ya muerta en las aguas de la costa de Italia. Una vez que llega allí, los pobladores deciden enterrarla, dando por nacimiento a la ciudad de Nápoles. Parthenope es la nueva película de Sorrentino sobre una mujer que es, en verdad, una ciudad. Pero, como decía Sciascia, solo en el lenguaje hablan los síntomas; y el lenguaje en cine es el modo en que tiene la cámara de contarnos una historia.
La estética barroca de Sorrentino coincide con un tratamiento pulido de la imagen, con paisajes que lindan con la mirada publicitaria. La tragedia de la belleza (“todo ángel es terrible”, escribiría Rilke) consiste en no ser tocada, no corromperse, en permanecer intacta. Allí el uso de la ironía de Sorrentino, la tragedia sería esa forma norteamericanizante de concebir lo italiano.
De la superabundancia y la ampulosidad barroca a la sobreproducción de signos; aquello que desde el semiocapitalismo se llama “miamificación”. Girogia Meloni viaja a Washington, Italia necesita de la inyección económica norteamericana para funcionar según los parámetros de sus diseños vitales.
Si en Fellini el final es abierto en el sentido de no tomar un partido decidido por Steiner, el personaje del filósofo que representaba la crítica a la búsqueda superficial de la felicidad y la buena vida hedonista, en Parthenope la elección por el personaje en su calidad de profesora de Antropología, de una maestra de la visión, es una interpretación de Sorrentino sobre las capas que conforman la mítica Italia. Dentro de ellas, Estados Unidos tiene un lugar.
Giorgia Meloni invita a Trump a los funerales del papa Francisco. El futuro precede al presente, en esa “algoritmización” del mercado, la premier italiana entiende que la palabra dialógica está inserta en el núcleo de la producción, que el lenguaje es rendimiento.
*Escritora.