Durante años lo vimos como una presencia muda, firme, clavada en el centro mismo de nuestra cartografía emocional. El Obelisco es ese hito que marcamos en las postales para que el mundo sepa de dónde venimos, pero al que, paradójicamente, rara vez nos detenemos a mirar de cerca. Y mucho menos, a imaginar por dentro.
Ahora, por primera vez, se puede subir. El ícono porteño abrió su interior al público con un ascensor que permite alcanzar los 67 metros de altura sin más esfuerzo que el de la curiosidad. Parece poco, pero es muchísimo. Es una manera de reconciliarnos con un símbolo que habíamos dado por sentado, de redescubrir el cielo de Buenos Aires desde uno de sus puntos más altos y emblemáticos.
Recuerdo haberlo pasado mil veces, siempre apurada. Lo vi desde colectivos, taxis, ventanas de oficinas, caminando apretada entre multitudes. Pero nunca lo había pensado como una torre que uno puede conquistar.
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La obra del ascensor no solo completó el sueño original de su arquitecto, Alberto Prebisch, sino que nos regaló un nuevo gesto: el de mirar la ciudad desde el corazón mismo de su centro, encuadrada por las pequeñas ventanas que coronan el monumento.
Cada una ofrece una vista diferente: la Avenida Corrientes que respira tango y luces de marquesina, 9 de Julio estirándose como un río de cemento, la Plaza de la República como un teatro circular al aire libre.
En tiempos de selfies frenéticas y experiencias que caducan en veinticuatro horas, esta subida tiene algo distinto. Es breve, sí. Pero también íntima.
Subir al Obelisco es, en el fondo, un acto de redención. Es pedirle perdón por la indiferencia cotidiana. Es volver a jugar con la ciudad como si fuera nueva.
El 23 de mayo próximo, el Obelisco cumple 89 años de desafiar al viento y al smog. Casi nueve décadas viendo pasar a Buenos Aires desde su altura privilegiada, sin moverse jamás.
Hoy, finalmente, la ciudad decide mirarlo desde adentro. Y eso cambia todo.
Subir al Obelisco es más que una atracción turística: es un gesto de reconciliación con nuestro símbolo mayor. Es rendirle homenaje a la historia, al trazo moderno de Prebisch, a las ideas que se adelantaron a su tiempo. Es entender que no todo está perdido si somos capaces de devolverle a los monumentos su valor simbólico y humano.
Porque, al fin y al cabo, ver Buenos Aires desde las alturas es también una forma de volver a creer en ella.