Hace 215 años, todo el Virreinato del Río de La Plata tenía 600.000 habitantes y la ciudad de Buenos Aires, 44 mil.
Todas las calles eran de tierra. Cuando diluviaba, la ciudad era un potrero poceado y resbaladizo. Fue histórico -y está documentado- el caso de dos lecheros, cuyo carro se destartaló por la irregularidad del suelo, se desplomó, cayeron en un pozo y murieron.
Por entonces, el caballo era el principal medio de transporte, pero la gente acomodada tenía un carro, una versión mejorada del de los vendedores ambulantes. Un privilegio de clase que le permitía a las damas patricias tener zapatos blancos, absolutamente reservados para las veladas exclusivas en el Teatro Coliseo, a las que asistían emperifolladas como las hermanas de Cenicienta, empolvada la cara con harina de maíz.

El resto de los habitantes porteños se conformaba con los ponchos y las prendas de lana de oveja o vicuña que hilaban los aborígenes que vivían en tolderías, dispuestas en Perú y Chile, apenas a 4 cuadras de Plaza de Mayo. Sí, ahí nomás; así de breve era el paraíso de los ricos.
Al sur estaban los barrios pobres -San Telmo, Barracas, Monserrat- y a la cuadrícula en expansión luego se sumarían Congreso y Tribunales.
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Los frailes franciscanos fueron de los primeros que plantaron bandera en esa tierra de nadie, en la segunda fundación de Buenos Aires, acompañando a Juan de Garay tal vez desde la hora cero, ya que en 1583 –se sabe con certeza- tenían asignada su parcela en la actual esquina de Alsina y Defensa, donde levantaron su primer Convento Franciscano en 1754, donde estuvieron y aún están las nuevas generaciones.
Buenos Aires hace 215 años
En 1810, Buenos Aires tenía apenas unos 6,1 kilómetros cuadrados y en las zonas apartadas del centro, los barrios “lejanos”, vivían otras 40.000 personas.
El Río de La Plata llegaba hasta la actual calle Leandro N. Alem y enfrente estaba el Paseo del Bajo, una alameda con bancos que por las mañanas se llenaban de curiosos que iban a echar un ojo a los barcos de pescadores, esperando quién sabe qué.
En esos años, los porteños no le daban la espalda al río; muy por el contrario, era su ventana abierta al mundo. A todos, o casi todos, les encantaba ir a mojarse los pies a la orilla. Tanto que en 1809, el virrey Cisneros tuvo que prohibir esos “baños indecentes” que sólo comenzaron a ser permitidos como un desliz nocturno, cuando de noche todos los gatos son pardos y el decoro se reservaba para la luz del día.

La proximidad del río hacía que los porteños consumieran mucho pescado, sábalo sobre todo. Y sí, también mucha carne, porque era salvaje y barata –recién por entonces comenzaban a prosperar las estancias, que luego acapararían la producción de ganado en pie, cuando dejaran de proveerlo las vaquerías paraguayas.
La carne se acompañaba con ensalada de pepinos y lechuga, guiso de garbanzos y lentejas, albóndigas, tortillas de acelga, mollejas asadas, mondongo y finalmente los postres, que nunca faltaban a pesar de las comidas suculentas. “Algo dulce” significaba hace doscientos años, lo mismo que ahora. Y por eso se entendía el arroz con leche, un turrón llamado yema quemada, mazamorra o pastelitos con dulce de batata o membrillo.
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Un menú de muchos pasos sólo destinado a unas 500 personas, cifra compuesta por españoles, comerciantes nativos prósperos y funcionarios criollos o españoles. Todos conformaban la selecta clase alta.
Sólo para ellos se reservaban la mulita –una carne tierna y por eso muy cara-, el vino francés, la ginebra holandesa y la cerveza británica. El plato, el tenedor y la copa individual también eran un lujo de los porteños prósperos que habitaban las casonas de hasta tres patios, en general sobre la calle Defensa, la más cara de Buenos Aires.

La mayoría de los porteños no tenía una propiedad y vivía en casas bajas de un solo dormitorio, alquiladas.
La clase media –los pequeños comerciantes y los artesanos- se alimentaba de perdices, gallinas, pavos, pajaritos, palomas e incluso iguanas, que no se hacían desear entre tantos zanjones.
Ya por entonces había puchero, ideal para cocinar durante horas toda la carne que había quedado, mezclada con las legumbres de la huerta. Todo acompañado del vino que llegaba desde Mendoza o San Juan.
Para todos, la Plaza de Mayo era el centro neurálgico de la ciudad, y estaba atravesada por una recova de puestos donde se vendía un poco de todo y también lo que había quedado de la suculenta comida casera que las negras esclavas cocinaban en las casas; siempre había alguien para comprarla.
Se sabe por la correspondencia que intercambiaron Juan Martín de Pueyrredón y su esposa Dolores cuando vinieron desde España, que al menos desde 1805 un banquete de bienvenida a los recién llegados al Nuevo Mundo rioplatense se componía de aceitunas, sardinas, fiambre, sopa con pan tostado, arroz o fideos. Después pescado fresco.
No todas las mujeres, claro, tenían esclavas que les cocinaran. La gran mayoría de ellas hacía las tareas domésticas sin ayuda, mientras los chicos jugaban a los dados, las cartas, la rayuela.
La clase media bebía en las pulperías y los hombres cocinaban las ideas revolucionarias en El Café de la Victoria –con billar, el preferido de Belgrano- y el Café Marcos.
La Plaza de Toros del Retiro, que funcionó hasta 1819, podía albergar 10.000 personas y, como la Plaza de Mayo, era el punto de encuentro de todos los estratos sociales.
Otro esparcimiento para los colonos era el pato, que se jugaba con un animal de verdad dentro de una bolsa que había que hacer pasar por un arco.

En estos tiempos hubo un lugar para ir a bailar, pero luego se cerró por “indecoroso”. En 1810 se estima que había la cuantiosa suma de ocho mil músicos, pero sus presentaciones se limitaban a las tertulias de 20 a 24 horas, en las casas de las familias que los contrataban para educar a sus hijas –como las famosas que hacía Mariquita Sánchez de Thompson sobre calle Florida- o a tocar piezas breves en los intervalos de las obras de teatro.
Buenos Aires no tenía red cloacal, el agua era sumamente escasa y los grandes señores patricios vestían la misma camisa durante cinco días seguidos. Todos los desechos –incluso los de la letrina y la “escupidera” nocturna se acumulaban en el fondo de las casas, hasta que el olor nauseabundo les recordaba que había que tirarlo a la calle, a la buena de Dios, como si el sol por arte de magia los hiciera desaparecer. Como todo un gesto para los ocasionales transeúntes, un grito desde adentro de las casas y solares advertía: “¡Agua va!”.
Así era Buenos Aires en 1810
Las semana de 1810 (que en realidad no fue "tan" revolucionario ya que propugnaba una continuidad virreinal y que terminó siendo sólo el comienzo de un cambio de rumbo en la historia de la patria), fue muy lluviosa, pero casi nadie tenía paraguas, ya que era un artículo de lujo incluso para los porteños ricos. Sólo las mujeres usaban unas pequeñitas sombrillas para el sol, que no eran de tela impermeable porque no estaban pensados para resistir los aguaceros.
Aunque ya se celebraba el 12 de octubre con una convocatoria popular, no eran tan habituales las reuniones cívicas en la Plaza de Mayo, sólo excepcionales cuando se llamaba a un cabildo abierto para debatir un tema especial.
Y sin duda, el del 22 de mayo se las traía. Pero cuidado, porque los invitados a ingresar al cabildo no eran los pueblerinos sino la gente más influyente. Para la histórica semana de mayo, unos 400, de los cuales finalmente sólo terminaron entrando y votando efectivamente unos 224 porteños.
Mientras adentro del Cabildo se deliberaba, todos los paisanos corrían con el facón metido en la cintura y se armó flor de revuelo en toda la ciudad. Tanto, que un año más tarde, en el mismo Cabildo sobre la Plaza de Mayo, recordarían el primer aniversario de su rebeldía antinapoleónica y fiel a Fernando VII y su hermana Carlota, con un baile hasta las tres de la madrugada. Era para tirar la casa por la ventana. Y esa historia recién comenzaba.