OPINIóN
Argentina 2045

La Inteligencia artificial y el fin del Estado

“La modernidad fue un ordenamiento y el Estado, su ejecutor”, dice el autor. Pero anticipa que “hoy esa promesa ya no seduce” y que su mayor amenaza es la IA, “versión extrema del utilitarismo”, que podría reemplazarlo, porque “funciona, simplifica y resuelve”. Resta una esperanza de vida para el Estado: volver a ser humano.

2-5-2025-Estado ineficiente
. | CEDOC PERFIL

La palabra "fin" tiene, al menos, dos sentidos. Uno habla de cierre, de límite, de una línea que no se cruza. Es el final como caída o como clausura. Pero el otro sentido, más antiguo y más inquietante, remite a la idea de propósito. Fin como finalidad, como meta, como lo que da sentido a una forma de existencia. Ambos sentidos, aunque parezcan opuestos, provienen de una misma raíz: el latín finis, que en su ambigüedad original ya anunciaba este juego de doble filo. El final como destino. El fin como razón de ser. Y eso es, precisamente, lo que hoy parece estar ocurriendo con el Estado moderno.

Porque lo que estamos presenciando no es solo el desgaste de una institución —algo que se percibe en el deterioro de la confianza, en las crisis fiscales, en la distancia entre gobiernos y gobernados—, sino algo más hondo, más estructural, casi invisible a simple vista: el agotamiento de su propósito original, de su fin fundante.

Y para entender eso tenemos que hacer algo de historia. El Estado moderno nació como un acto de contención. En un mundo roto por guerras religiosas del siglo XVII, por fragmentaciones tribales, por el miedo constante a la violencia del otro, surgió una forma de organización que prometía algo profundamente revolucionario para su tiempo: orden. Statu quo. Stato.

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Vivimos en una sociedad que no quiere orden, sino velocidad. Que no tolera la demora del trámite, ni la complejidad del procedimiento, ni la espera que implicaba la legitimidad"

Ese fue su primer y más elemental fin. Ordenar. Calcular. Racionalizar lo irracional. Transformar la incertidumbre en norma, la diversidad en procedimiento, la voluntad general en ley común. Fue la gran promesa de la modernidad: que el caos humano podía domesticarse mediante la razón. Que todo lo que se desbordaba —la violencia, el deseo, el azar— podía encauzarse a través de la burocracia, el derecho, la planificación. La modernidad fue, en cierto modo, un ejercicio de ordenamiento. Y el Estado fue su ejecutor más concreto.

Pero hoy esa promesa ya no seduce. Vivimos en una sociedad que no quiere orden, sino velocidad. Que no tolera la demora del trámite, ni la complejidad del procedimiento, ni la espera que implicaba la legitimidad.

¿Y qué hacemos con la IA?

La inteligencia artificial no aparece como un simple desarrollo técnico. Es mucho más que eso. Es un nuevo modelo de razón, más veloz, más eficiente, más adaptable, que —como advierte Daniel Innerarity— no rompe con la lógica del Estado moderno, sino que la lleva a un extremo que la vacía.

Porque lo que la IA hace es cumplir mejor aquello para lo que el Estado fue creado: ordenar el caos. Lo hace con más datos, en menos tiempo, con mayor precisión. Sin pedir permiso, sin necesitar legitimidad democrática, sin responsabilizarse por los efectos secundarios.

Y entonces la pregunta no tarda en aparecer: si el orden puede ser provisto por sistemas no estatales, ¿para qué sirve el Estado? ¿Y qué pasa cuando su función original ya no le pertenece?

La IA hace cumplir mejor aquello para lo que el Estado fue creado: ordenar el caos"

Lo que estamos viendo, en realidad, es un proceso de autofagia histórica. La modernidad, que se sostuvo en el racionalismo, en la eficiencia, en la cuantificación del mundo, ha producido un tipo de tecnología —la inteligencia artificial— que ahora amenaza con devorar a las instituciones que la modernidad misma creó para ordenarse antes de su existencia.

La razón devorando a la razón. La eficiencia volviéndose contra quienes la instauraron como principio organizador. La IA representa, en ese sentido, una versión extrema del utilitarismo contemporáneo. Ya no importa si algo es legítimo, representativo o deliberado. Lo que importa es si funciona. Si resuelve. Si predice. Si simplifica.

Y frente a eso, el Estado queda expuesto. Porque el Estado tarda. Duda. Negocia. Tiene que escuchar. El Estado no es solo una máquina; es una estructura social cargada de historia, de valores, de contradicciones. Y eso, en un mundo obsesionado con la inmediatez, parece no tener valor.

El malestar actual con la política, con la democracia, con la representación, con el Congreso, con la Justicia, no nace de la nada. Es, en gran parte, un efecto de contraste. La ciudadanía compara la lentitud de sus instituciones con la velocidad de sus dispositivos. El debate parlamentario con el timeline. La deliberación colectiva con el botón de “aceptar todo”. Y en esa comparación desigual, el Estado siempre pierde.

Pero el problema no es solo político. Es también antropológico. Porque una sociedad que ya no valora el orden, que desprecia la pausa, que ve en la estabilidad un obstáculo y en la lentitud una falla, es una sociedad que comienza a desear su propia desintegración.

La velocidad no construye comunidad. La eficiencia no crea legitimidad. Y la inteligencia artificial, por brillante que sea, no puede sustituir ese tejido humano que necesita narrativas, rituales, tiempos compartidos.

Si el Estado moderno tenía como fin el orden, ¿qué fin debería tener un Estado contemporáneo? ¿Redistribuir? ¿Regular? ¿Reparar? ¿Acompañar procesos en lugar de controlarlos? ¿Ser garante de derechos en un mundo gobernado por tecnologías no electas?

La inteligencia artificial, por brillante que sea, no puede sustituir ese tejido humano que necesita narrativas, rituales, tiempos compartidos"

No hay respuestas definitivas. Pero sí hay una certeza: el Estado, tal como fue concebido en la modernidad, ha llegado al límite de su lógica fundacional. No se trata solo de rediseñar sus oficinas o digitalizar sus formularios. Eso es querer apagar un incendio forestal con una botella de agua mineral. Se trata de repensar para qué existe. Qué sentido tiene. Qué puede ofrecer que los sistemas algorítmicos no puedan replicar.

Tal vez su nuevo fin no sea ordenar, sino crear condiciones para una vida que no esté completamente subordinada a la lógica del rendimiento. Tal vez el Estado sea, de ahora en más, el espacio que resista a la autofagia del cálculo, el que recuerde que no todo lo importante se mide en tiempo de respuesta ni en precisión predictiva.

Tal vez el Estado tenga que volver a ser humano, justo cuando todo lo demás empieza a no serlo. O tal vez sea sólo un accidente efímero en la larga historia de la organización humana.

Quizás el verdadero malestar no sea la descomposición del orden, sino la persistencia de una idea que, en el fondo, ya ha alcanzado su fin.

*Politólogo especializado en adopción de IA. Miembro de la Asamblea del Futuro de Perfil

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