“Accidente doméstico”, dos palabras que ya separadas me dan escozor, no quiero ni pensar el padecerlas juntas.
Frecuente e inesperado ataca en el lugar que nos cobija, al que deseamos volver y del que varias veces nos cuesta salir.
Es cómplice de nuestras intimidades y escenario donde no es necesario actuar, pero… Decido indagar en las sensaciones y pensamientos que nos acechan luego de padecerlo.
Mi accidente incluyó la mayoría de los ingredientes necesarios para que se produzca, a saber: estado anterior de casi felicidad, fuego, llamaradas sin control, humo, sorpresa, indecisión, olor, mucho olor; un pote de cera para depilar en llamas arriba de un pequeño calentador aun encendido, mi terror, desenchufar, retirar dos espátulas de madera mitad ardiendo, mitad carbonizada, mi mano izquierda sosteniendo, la derecha laboriosa y atareada intentando mejorar la situación que, con mi accionar de cerebro en pausa, solo logró una tragedia a medias o como solemos citar, “una desgracia con suerte”.
Falla eléctrica, el caldero improvisado bullía hirviendo una sopa verde de cera y pelos lanzando sobre el horizonte azulejado y simétrico anaranjadas llamas de 10 centímetros de altura"
Si digo, pequeño, redondo y verde pareciera que aludo a un objeto inocente, seguro y hasta vegetal y si, algo de “hortaliza” tenía ese recipiente, era cera depilatoria de origen vegetal.
“Mala suerte, impericia, un gualicho”, sentenció mi amiga esotérica. Falla eléctrica, el caldero improvisado bullía hirviendo una sopa verde de cera y pelos lanzando sobre el horizonte azulejado y simétrico anaranjadas llamas de 10 centímetros de altura.
El terror es enemigo de las buenas decisiones, el cerebro funcionó por antónimos, fuego/agua. ¡Error!
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Fue así como abrí la canilla, acerqué el infiernillo trepidante y lo metí debajo del chorro.
Un Big Bang seguido de una lluvia de cera hirviendo bañó mi mano hasta cubrirla mientras disparaba luciérnagas de cera encendida sobre la cara.
Es interesante en este punto del relato dilucidar cómo, a pesar de la evidencia de un baño chorreado en el piso, paredes, espejo, peine, toallas y lavatorio cubierto del magma volcánico, me sentí inhabilitada para aceptar que eso acababa de suceder. Repetía, que no, que no podía ser, y mientras miraba con horror ese paisaje desolador, el ardor extremo en la cara encendida funcionó como recordatorio: agua bien fría durante al menos 20 minutos, no hielo que quema, ningún remedio casero, salvo la copa azorada de Malbec que tome de un trago y que me había esperado para machear un camembert con lengüitas de sésamo y curry.
Corrí al espejo del living. Como pude saqué las ya endurecidas cerúleas gotas de la cara mientras pensaba cual sería el procedimiento que me liberara de ese nuevo guante ardiente, marrón y transparente que chorreaba de mi mano izquierda.
Quería volver al pasado, a ese minuto anterior, ya aprendí me decía, nunca apagar con agua, tapar, sacar el oxígeno, retroceder a ese momento de calma en que me preparaba para una comida de velas (¡qué manía con el fuego!) y mesa tendida.
Pasar del todo para disfrutar, a la tardía aceptación de salir, abandonar mi guarida y partir en medio de la noche a encontrar un taxi que me depositara en el segundo lugar menos deseado, el Hospital Italiano (obvio, el primero y cómodo lo tiene el cementerio).
Emergencias: repleto, pero las más “emergente” parecía ser yo, el resto, un conglomerado variopinto de edades y requerimientos, que reposaban sentados en pequeños cubículos separados por mamparas, (resabios del Covid-19, supongo).
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Conversaban de manera relajada. Sentí o imaginé que todos me compadecían.
Olvide contar que mi teléfono al momento del desastre quedó inutilizado, la cera bloqueó el touch; mujer incomunicada, no puede llamar o pedir ayuda.
Nada, solo quedaba gritar, lanzar un profundo y desesperado alarido, aunque preferí no utilizar ese extremo. Aun creo que me lo debo.
Una “pasta” en busca de mayor calma flotó en el río de Malbec; algo después recuperé parte de mis habilidades en suspenso, apagué el teléfono y con la ayuda de uñas y algo de virulana fina logré sacar las gotas de cera pegada, encendí y milagro, esa “estrella de Belén” iluminó mi desdichado firmamento.
Los contactos más cercanos, hija y novio, ambos en respectivas comidas con amigos, ya está dije, no llamo nada y partí sola sin ganas y sin alma; ésta última, si existe, había quedado demorada en algún lugar del tiempo.
Vuelvo a emergencia, luego de una espera razonable me vio un médico muy amable y para mi asombro los primeros auxilios consistieron en agregar en la computadora hora, día y detalles del accidente de la paciente número xxx, luego de un “enseguida vuelvo debo consultar”, dijo:
- Venga mañana para que la curen.
En ese momento me di cuenta de que, si mi hija volvía temprano, el estado en que había quedado la casa y mi ausencia serían demasiado elocuentes.
Salí del consultorio, la llamé y junto con los amigos que la acompañaban fueron a buscarme.
Una vez en casa, texteamos a un médico que vive en Los Ángeles quien nos indicó cómo, cubriendo la mano con aceite, debíamos, con movimientos circulares, ir desprendiendo la cera desde los bordes hacia el centro. Una hora y media después “des-encerada” caí rendida por el cansancio, dormir es una forma de no habitar la realidad, los restos diurnos se convierten en sueños, esa noche en pesadilla. Ficción superada.
En un instante la vida cambia, tanto las rutinas automáticas como las elegidas quedan sustituidas.
Bañarse, cerrar botones, cortar, peinarse, hasta leer un libro se complica, el alma en pena y la carne… en carne viva.
A medida que pasa el tiempo la curación se torna más violenta, de la observación al ungüento y de éste al calvario instrumentado por una pinza que, con movimientos lentos pero decididos, “desenvuelve’ la piel vieja, abajo, lonjas de bife rosado y doliente esperando desaparecer bajo la recién nacida.
Es un proceso lento. “Ser paciente es el mejor consejo que puedo darle”, dijo el Dr. Y sí, eso somos, aunque la palabra paciencia y mi nombre formen un oxímoron rotundo.
Despertar cada mañana anhelando la antigua piel. ¡Extraña sensación, si se tiene en cuenta mi edad!
Compruebo que la vida inaugura situaciones nuevas, aunque sería más adecuado decir: “impensadas”. Ciertas veces, los cambios son drásticos, ya que envejecer implica el aumento creciente de los malos momentos. El cuerpo traiciona y cuanto más nos aferramos a la vida más ésta se empeña en disuadirnos.
No ignoro que me esperan días aciagos: incertidumbre, dolor, remedios, médicos, encierro.
La palabra encierro me tiende una trampa que acepto, el encierro como desafío.
Rota la rutina inventemos una nueva. Como toda ávida lectora, los libros fueron varias veces una manera de estar en otro lado, un olé a la realidad, no elaborar, no resolver.
En el desafío encierro de quemada, se conjuraron temores y voluntades: encerrarme a escribir o escribir encerrada, escribir, la mejor manera de pensar, de resolver, de trasformar, mi única manera de domesticar el accidente doméstico.